(Español) La historia del arte, un jardín de flores extrañas
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Hace poco menos de un siglo, cuando los niños se aburrían, tocaba inventarles tareas que los ocuparan durante el mayor tiempo posible. A Roberto Obregón, su abuela le pedía sentarse frente a una montaña de arroz para limpiarlo de innumerables piedritas y toda clase de impurezas. Era una tarea repetitiva que le venía muy bien a un muchacho con una inclinación natural a las ideas fijas. Esta actividad le entretenía, especialmente porque el arroz traía semillas de otras plantas. La abuela tenía un jardín con toda clase de flores, entre ellas unos rosales que no alcanzaba a tocar. Cansado de las rosas inalcanzables, Roberto Obregón sembró su propio jardín con las semillas descartadas del arroz, un jardín de semillas salvajes que, con el paso del tiempo, crecían como seres inesperados. Años después, unos meses antes de su muerte, Roberto Obregón recordaría esta anécdota en una entrevista. A lo largo de su vida se dedicó a sembrar jardines salvajes con rosas imposibles de pétalos disecados. Pétalos convertidos en manchas. Sombras. La obra y la historia de Roberto Obregón me han hecho entender la historia del arte como un jardín de flores extrañas, salvajes. El método es de naturaleza maníaca, pero no por ello menos natural: tomar la rosa, separar sus pétalos, prepararlos, disecarlos, conservarlos, perderlos, calcarlos, dibujarlos, convertirlos en murales, en un alfabeto de signos fallidos.
Escribir sobre las rosas de Roberto Obregón me ha enseñado que el método, enfrentado con la tierra fresca de la historia, con el lodo del tiempo, debe abrazar las pérdidas y el juego, el azar y el error, las distancias inalcanzables. Roberto Obregón disecaba rosas y pintaba sus pétalos con acuarelas, a una escala mínima de intimidad y delicadeza que llevaba a murales efímeros y clandestinos; mientras vivía una vida subterránea, exploraba su sexualidad fuera de la norma y escapaba de la visibilidad del Estado, el mercado y las instituciones.
Por otro lado, las ciudades latinoamericanas se llenaban de arte público a gran escala; en México, en Argentina, en Brasil, se contagiaba de un optimismo desarrollista que se abría a la industria y el progreso. En Venezuela se cultivaba una exploración de la abstracción que hablaba de la energía, de la potencia. Carlos-Cruz Diez, luego de una estancia en París durante los años de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, trabajaba en los principales proyectos de la naciente democracia venezolana, entre ellos la Ambientación Cromática de la Sala de Máquinas 1 y 2 de la Central Hidroeléctrica de Guri. Esta obra se instalaba en el corazón que alimentaba el crecimiento del país: se impulsaba desde ahí la energía que extraía el petróleo, que encendía las aulas de las escuelas, el novedoso Metro de Caracas inaugurado junto con el monumental Teatro Teresa Carreño en 1983. Un país con una cultura movilizada por la energía abstracta del color como experiencia sublime del progreso.
El país sobre el que escribo es otro, como otra es Latinoamérica. Lo hago, además, desde la distancia, con diez años residenciado en la Ciudad de México, reconciliándome con mis propios signos fallidos, con el jardín de flores extrañas que se siembra en mi memoria, con las flores disecadas de mi propia historia. Nos costará varios años más entender qué fue lo que sucedió con esa comunidad imaginada que llamamos país para que decidiéramos irnos del territorio en masa. Nos acercamos a ser 10 millones de venezolanos fuera, muchas vidas que se reconfiguran, se enfrentan con una nueva narración para sí mismos, se desarman y se vuelven armar, echando raíces que de pronto se asientan en suelos que nunca imaginamos. En mi caso, en tierra volcánica a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Es una historia común de Latinoamérica, de mexicanos, argentinos, colombianos, que han migrado de sus países y ya no caben dentro de las restringidas historias de las fronteras.
¿De qué sirve entonces la historia del arte para nosotros? ¿De qué sirve pensar en las clasificaciones, en el arte urbano a gran escala de los años de optimismo, en los murales de narraciones épicas independentistas, en los edificios que hoy batallan por mantenerse en pie? Quisiera salir del enfrentamiento entre narrativas y contra-narrativas, dándonos la libertad para sospechar de ambas: se necesitan tanto la una a la otra, que prefiero buscar otro lugar. Ese es el lugar de las rosas que he aprendido de Roberto Obregón. Su trabajo ha sido para mí una brújula paradójica, un vector que se sale de su eje para enseñarme dónde están los espacios oscuros (y no para alumbrarlos). Esas esquinas de sombras son lugares en donde aparece la curiosidad y el miedo, donde los relatos fallan. Son sitios sucios donde debemos tantear el suelo antes de tomar un paso previo a que nos hundamos en lodo. Son jardines de flores nocturnas que evitan el eslogan y la sentencia fácil porque han descubierto que no basta con nombrar al enemigo para derrotarlo.
Trabajar con las disecciones de rosas me ha hecho repensar el método para la historia del arte. Las rosas no nos enseñan otra cosa que sus equivocaciones, sus aperturas sin cierre, cómo sobrevivir sin centro. Buscar cómo leer signos en falta me ha enseñado que el trabajo con la historia del arte no nos permite explicar el presente. Es otra cosa la que le pedimos a la imagen. Quiere decir echar raíces en la falla. Joan Copjec lo explica en una lección de compleja belleza cuando explora el mecanismo de representación desde Lacan. Ella nos recuerda que el sujeto encuentra su basamento, su tierra —para mantener la resonancia con el to ground en inglés— en una falla que contagia de sospecha el mecanismo de representación y al sujeto mismo. De esa falta nace el deseo, que nos fija en el lugar del conflicto.
En el jardín de flores extrañas que es la historia del arte, busco hacer visible la flora que ha echado raíces en la falla para recordar de dónde nace el deseo. Más que encontrar en la representación un relato que desafíe una narración supuestamente hegemónica, prefiero anclarme en la fractura. Como sujetos nos atan esos significantes fallidos, los pétalos carcomidos, los errores en la clasificación. Por eso, como historiador busco las flores nocturnas que nacen de lo oscuro, las rosas disecadas que se transforman en el registro de una impudicia. Esas fracturas hacen que la historia del arte sea el lugar para hablar, al mismo tiempo, del país de la energía, pero también del de los jardines salvajes donde crecen las semillas descartadas, una historia que se ancla en el conflicto para señalar los espacios de lo oscuro donde el miedo se transforma en deseo.
Torrivilla